NICOLÁS MOGOLLÓN // 

El maestro Steven Spielberg dijo en alguna entrevista que cuando le regalaron una cámara de vídeo ocho, quería darle las mismas emociones que sentía en una sala de cine a su familia y ahí decidió ser cineasta. Aquellos que se dedican a lo que conocemos como arte, tienen anécdotas bonitas del por qué se decidieron a adoptar su profesión: la abuela que cantaba canciones de cuna, la madre que pintaba y decoraba las habitaciones de sus hijos… son siempre historias inspiradoras. Tal vez esa es la diferencia entre los artistas y los que nos dedicamos a la economía y afines. Nuestras razones no son bonitas, ¡son tragedias! Les voy a contar las dos tragedias que me hicieron querer aprender economía.

Mi abuela paterna, fue una mujer muy generosa. Pero tenía un problema: ¡no sabía elegir regalos! Es en serio. Para un cumpleaños me dio un hermoso surtidor de palillos de cristal importado de Italia. ¡Un regalo espectacular para amas de casa y profesionales con gustos excéntricos! Pero para un niño de nueve años… Yo sabía que tenía que dar las gracias, no porque supiera que eso era un buen regalo, sino por los ojos desorbitados de mi mamá que me decían claritico si no le da un beso a su abuela, ¡se gana su señor pellizco.

Muchos años después mi mamá me contó que su suegra sospechaba que a su nieto Nicolás no le había gustado el regalo y le dolía porque ella había ahorrado de la mesada que le daba el abuelo para el mercado y de las carpetas de croché que tejía y vendía. “…Un gran esfuerzo, le decía a mi mamá la pobre abuela con lágrimas en sus ojos.

Pero no, esa no es mi tragedia.

Doña Hilda, no se complique la vida le dijo mi madre a mi abuela. Los muchachos de hoy tienen unos gustos muy complicados. Para el año entrante no se complique, no le compre nada, mejor dele la plata.

No recuerdo cuanta plata fue, pero si qué me compré: un álbum del tour de Francia, y tres balones: uno fútbol (no me gustaba, pero para ser popular había que tener bici y balón de fútbol) y dos de Básquet, un Molten de caucho para entrenar y un Spalding de cuero para los partidos en Coliseo. Con lo que me sobró, aproveché que unos primos de Denver venían y les encargué un muñeco de He-Man: la Barbie de los niños. Ese costó 8 dólares y me tocó entregar 1.200 pesos de mi tesoro personal. Acá iniciaría mi segunda tragedia.

Un año después, mi balón de fútbol lo tenía mi vecino futbolero, el de caucho estaba totalmente gastado y el cuero me lo habían robado. Pero nada de eso importaba: se venía mi cumpleaños y mi abuela me volvería a llenar opulencia. Como les decía, no recuerdo cuánto dinero me dio, pero sí sé que fue la misma cantidad que el año anterior y así mismo, planeé repetir mi compra: un álbum, un balón de fútbol y dos de Básquet. 

En la misma tienda de deportes del año anterior tomé el álbum y los tres balones y con unos amigos que me acompañaban me dirigí a la caja. Cuando me dijeron cuánto era la cuenta, tuve que decir Señorita, me parece que sumó mal, por favor verifique. Lo hizo pero la cuenta era correcta. En medio de las burlas de mis amigos, tuve que dejar el balón de cuero en su estantería. Yo no entendía lo que pasaba, pero estaba siendo víctima de la inflación. Mi abuela tampoco sabía lo que era la inflación y me siguió dando la misma cantidad de dinero hasta que cumplí 18 años. En esos años la Inflación en Colombia se ubicó entre un 18% y 32%, es decir que cada año podía comprarme entre un cuarto y un tercio menos cosas que al año anterior. Esta fue mi primera tragedia.

Años después, vi un aparato que aseguraba poder aumentar entre un 30% y 50% mi salto vertical, perfecto para mis aspiraciones deportivas. Costaba 19 dólares y mis primos de Denver regresaban a visitarnos. Calculé que si por un He-Man de 8 dólares me había tocado dar 1.200 pesos, pues fácil regla de tres para 19 debería tener 2.850 pesos para mi nuevo encargo. Cuando llegaron mis primos y me dieron mi aparato, con orgullo y ansiedad saqué mis pesos y toda mi familia me miró bastante feo. Creí que la mirada desaprobaba mi compra, así que les expliqué cómo funcionaba el aparato que me iba a hacer saltar más alto. Estaba feliz en mi explicación, hasta que mi tío, me dijo: 19 dólares no son 2.850 pesos ¿Pero como que no?, si cuando ustedes vinieron y les encargué el He-Man de 8 dólares, yo les di 1.200 pesos y tío no sé si Ud. conoce la regla de tres…

Sentía que me estaban tumbando, así que mi tío pidió el periódico me mostró en cuanto estaba el dólar y multiplicó: Efectivamente 19 dólares no eran 2.850 pesos, ¡eran 4.630 pesos! Yo miré angustiado a lado y lado sin saber qué hacer. Mi papá me llamó a parte y con ceño fruncido me preguntó porque no tenía la plata completa. Le expliqué que si la tenía: que había hecho mis cálculos y que no entendía porque el dólar de hace dos años no era el mismo. No aguanté más y llorando me desahogué y le conté que tampoco entendía por qué si mi abuela me daba la misma plata de cumpleaños me alcanzaba para menos cosas y que si a eso se referían los adultos cuando decían que el gobierno nos roba 

Esta fue mi segunda tragedia.

Ese amargo día, mi papá completó los pesos que me faltaban, no sin antes decirme Para que no te vuelva a pasar, tienes que aprender eso que llaman economía. Desde aquel momento, me di cuenta que en vez de aprender de las tragedias, era mejor aprender algo de economía.

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